Un día de fogones

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Comedor pedagógico La Candelaria./ Manuel Expósito

Lees mil artículos que te relatan la falsedad de MasterChef, o de lo duro que es este oficio, sí oficio, artesanos o entretenedores de fogones, aunque algunos “huele braguetas” -que decía Sabina- se empeñen en decir artistas. Hoy, pasando un día con mis pensamientos, comienzo el relato. Igual, hasta conseguimos que se abran las puertas del infierno y salga un ejército de cocineros uniformados, cucharón en una mano y cazuela en otra montando una tamborrada.

Los fogones empiezan a calentarse a primerísima hora de la mañana, arrullando las garbanzas durante horas para que estén perfectas en el almuerzo. Hace unos años, cuando iban a comer a cualquier restaurante y cada bocado provocaba un orgasmo no había carta ni falta que hace, tan solo una pizarra anunciaba las especialidades y una cocina, minúscula, por la que deberíamos pasar todos los cocineritos de a pie para regularnos en sangre los niveles al alza de “chorra al aire” y “tontolaba”.

Ya conocerán esa historia convertida, con el paso de los años, en una leyenda de esas que concluyen con enseñanza bien útil, no en el sentido de relato falso o inventado. Los que hemos pasado la infancia enredando con freidoras y planchas tenemos el veneno inoculado per secula seculorum. Es así, proyectando buen rollo para que todo fluya, transmitiendo ganas de vivir a través del guiso y, pese a las modas y tendencias con ínfulas que han venido desde entonces, que el restaurante tradicional sigue triunfando gracias a su estilo propio, el de una cocina auténtica. 

El modelo a seguir fueron los Bocuse, Troisgros, Bardet, Blanc, Chapel, Daguin, Guérard, Maximin o Senderens; grandes genios de la época y no sólo lo parecen -que de cursis, tartufos, afectados, amanerados e impostados ya estamos hartos-, sino que lo son, sin género de duda alguna. Recuerdos de viajes, fogones, canciones o pañuelos de seda de piratas mal encaradas, de ahí sacamos sabores y olores. En esta afirmación inabarcable encuentra regocijo el creyente y consuelo, seguro, el sufrido cocinero que se dejaba el pellejo en todos y cada uno de los madrugones que se metía entre pecho y espalda. 

Descubrimos las cocciones ajustadas, a no mezclar sabores a lo loco, a utilizar el mercado con cabeza y sentido común, a desempolvar nuestro recetario, a cuidar las presentaciones y a reconocer nuestros propios productos que ellos mismos utilizaron y reconocieron antes que nosotros mismos. ¡Qué cosas! 

Los cocineros no estaban valorados socialmente, ni se reconocía su labor profesional. En la cocina habitual todo era improvisación o secreto y, de pronto, además de copiar sus recetas aprendimos a tratar a los medios con exquisitez y zorrería, recibiendo el premio merecido. Consulten las hemerotecas y sabrán de lo que hablo: salimos de la oscuridad, y nos convertimos en estrellas de prestigio y moda. 

Por todo eso, da verdadero gustazo recomendarles un restaurante que guarda intactas las virtudes de aquellos locales en los que los canarios nos vimos tan bien reflejados como para conocer y valorar nuestras propias raíces. Son dominios de duendes bienhumorados y jocundos, encargados de distribuir alegrías. Llenos de conversaciones, cantares, vapores de guisos apetitosos y recuerdos de otros anteriores.

Admiro a todos esos cocineros que consiguen a diario mejorar las tapas y ese recetario básico intocable que todo el mundo conoce y a los que pocos son capaces de dar lustre, pues la mejora de lo que nos viene dado y de ese trabajo de forja de madres, abuelas y cocineros profesionales desconocidos y olvidados, es algo al alcance de muy pocos privilegiados, tocados por el dedo divino. ¡Dios salve el guachinche, el restaurante del barrio y el bar habitual!