Un día por las tascas del barrio

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Casa Fernando, Tegueste./ Manuel Expósito
Casa Fernando, Tegueste./ Manuel Expósito

Un día de tascas, de bares de barrio, de tapas o como quieran ustedes llamarlos, de esos a los que está haciendo mucho daño Master Chef y otros que han hecho que muchas personas se hayan vuelto sibaritas de la noche a la mañana.

Un día de tascas con cocina de toda la vida y sin tonterías. Una vez leí al conocido cocinero francés André Daguin, defensor a ultranza de lo que en su país denominan “bistrots”, que éstos siempre fueron lugar de encuentro por excelencia para los amigos, las familias y los colegas de birras.

No se me ha olvidado el sabor de aquellas gambas gabardina, croquetas, tortilla y ensaladilla que devorábamos en un viejo bar, de esos que, por desgracia, están en la lista de “establecimientos en peligro de extinción”. Afortunadamente, el turismo vive horas felices y da gusto ver de bote en bote las terrazas, las playas, las taquillas de nuestros museos, los ultramarinos y todo el sector servicios, como dirían los dirigentes de la cámara de Diputados. Lo que debería ser obligatorio a todo ser humano, racional o no, es recordar aquellos tiempos en los que los perros se ataban con longanizas y la idiotez aún no campaba a sus anchas por las barras y los comedores. Si recordamos, comprendemos que en esa época estábamos en periodo de aprendizaje con el mandil anudado al cinto, friendo y guisando. No es coincidencia que este recuerdo latente sea común en gente de más de una generación.

Son lugares donde la carta parece redactada por el mismísimo Calígula, maestro de las más refinadas perversiones, y te recuerda a las canciones de Sabina. ¿Cuándo vamos a vivir si no es ahora? Así que gástense los cuartos que les queden en cosas serias y no se coman mucho el coco con reflexiones estupendas sobre la cocina moderna y otras lindezas, que, de verdad, lo que triunfa es el trato directo y personalizado de los patrones, lo que genera una clientela habitual y muy fiel. Cuando ya estén sentados, disfruten a dos carrillos con esa milagrosa cocina de mercado que sale reluciente de un fogón minúsculo, pero con mucho sentido común. Curiosa esa costumbre contemporánea de ponerle nombre a todo, esa especie de furor por etiquetar lo que venga. ¡Viva la fiesta y las tascas ruidosas!

Si a un cocinero de entonces le hubieras hablado de “concepto”, “trampantojo”, «la tortilla de Adriá», “velo gelatinoso”, “tempura” o “croqueta líquida servida en vaso de chupito” te habría mandado a hacer un viaje largo con mucho sexo -para los de la ESO, a tomar por…-. Hasta la tapa la hemos convertido hoy en ejercicio intelectual, me cago en la que canta y no pone. Por ello, los sitios que tienen las cosas claras van al grano y te sorprenden con una oferta “tapera” que asusta al más pagano y una presencia de guisos y platos ilustrados servidos con enorme desparpajo, sin complejos, ante una concurrencia que se agolpa a diario en sus banquetas, guiris, vecinos del barrio, empresarios de corbata, mujeres con sus queridos y golosos que no quieren dejar de pringarse con su ración diaria de cocina sin tonterías… ¡Oído cocina, una de croquetas con ensaladilla! A fin de cuentas, no encontrarán esa decoración rústica más falsa que Judas y sí esa voluntad de reflejar todos los estilos regionales de la cocina. Sirven platos bien resueltos para ese público que quiere saber lo que come y refugiarse en el fondo de la olla, sin entretenerse en tonterías accesorias, en ese clasicismo tan poco apreciado por los egochef.

Últimamente me muerdo la lengua con el curioso fenómeno de algunos jetas que visten chaquetilla de chef sin saber pelar una mísera papa, de esos que curran por temporadas, para anunciarnos los frutos de sus investigaciones: cordon bleu cósmicos, ondas electromagnéticas que hierven leche y huevos batidos que se convierten en tortilla al calentarlos… Por menos de eso se inició en Francia la revolución y por la mitad de ese delito varios terminaron en Guantánamo. La verdadera noticia está en todos aquellos empresarios que pelearon a pie de fogón con sus garitos abiertos, rascaron el fondo de las ollas y combatieron el desánimo de los meses chungos sin echarse méritos, atendiendo a los clientes con sonrisa franca y profesionalidad

¡Larga vida a los bares de carretera y a las tascas de barrio! El día que Dios pase lista, vendrá el rechinar de dientes.