El planteamiento de la cocina es sensato, sin gilipolleces. Aquí manda el producto, lo mejorcito de los productores locales. Así que la carta cambia continuamente y siempre se oferta lo más estacional del momento.
Cierren los ojos un segundo, vuelvan a la niñez, unos; otros, a su juventud; otros, recuerden la perra de vino o cuando salían a comer con familia y/o amigos. Abran los ojos y recuerden ese olor y esos platos que salían de la cocina; piensen ahora en una de calamares. Este es el momento de comenzar, porque ya están en situación. Hoy sacaré mi versión más gamberra e igual mamá se enfada porque blasfemaré impunemente, igual el párroco de la iglesia me excomulga porque mi santísima trinidad lleva pimiento, pero allá voy al grito de ¡al abordaje!
Si los antiguos habitantes de Roma hablaran y explicaran cómo se las gastaban entre bacanal y comidas parecería una representación del esfuerzo, la picaresca, el gozo, el fornicio, el comercio y el desenfreno que ha vivido la cocina a lo largo de su dilatada historia. ¡Si Escoffier o Talavent levantaran la cabeza!
Ya imaginarán que a estas alturas uno escapa del restaurante de moda postureta, afectado, lila, aparatoso y que se considera con bochornosa arrogancia como motor de cambio sociocultural como se escapaba de la peste. Muchos prefieren la tasca del barrio o un guachinche, que se dice por estos lares, que escapan del circo del sol y se aproximan más a lo que uno entiende por un lugar dirigido por gente moderna que se quema las pestañas y pelea, pero que sabe cocinar con elegancia y se dejan de mensajitos al planeta tierra, al orbe y al destino divino de la papa negra esferificada. ¡Una de conejo en salmorejo! Los que hemos pasado la infancia enredando con freidoras y batidoras tenemos el veneno inoculado per secula seculorum. Es así. Por suerte, muchos aún se atan el mandil por delante, cocinan con producto escogido, hacen una cocina resuelta con mucho oficio. Echen un ojo alrededor y verán desfilar esos platos que gustan a todo Dios, que es siempre valor seguro.
La autenticidad y riqueza de los sabores de antaño son un patrimonio imperdible. Por eso, sí, señores y señoras, hay carne de cabra, papas bravas, ensaladilla rusa y chuletas a la brasa (tiene una fiel feligresía de aficionados a mondar el hueso), siempre cocinado a la manera de la vieja ciencia gastronómica que, para los modernos, es esa ciencia que arranca en el culo de las ollas con un buen sofrito, un buen potaje de trigo, una merluza a la vasca o unos callos a la madrileña. ¡Me olvidaba! ¿Se acuerdan de las pizarras, de los camareros gritando a voces hay calamares, pulpo a la gallega, marmitako y morena frita? Si no les mola esto no son personas humanas: camarones, sardinas fritas, chicharros en mojo. ¿Recuerdan estos nombres? Igual, hoy son extraños comparados con los que vemos en las cartas.
Eso sí, el producto bueno se paga, no hay más tu tía. Los milagros, en Lourdes. A estas alturas habrán adivinado que todos y cada uno de los platos que pueden disfrutarse en tantos y tantos restaurantes contienen todas esas especialidades que cualquiera, en su sano juicio, pediría antes de espicharla y decir adiós a los placeres terrenales. Cocina auténtica, verdadera y humeante, de la que consigue reconciliarte con la humanidad, ya perdida en un cúmulo de sandeces estratosféricas, predestinada a la extinción y al más oscuro de los abismos. En el fondo, la ecuación no es tan complicada, aunque a algunos se les líe la picha cocinando y consigan que uno más uno sea igual a once.
Antes de que dejen de leerme en busca de una de carne de fiesta en el bar más cercano, quiero recordarles que muchos paraísos de la fritura habitan la tierra y no hace falta viajar a otras galaxias para encontrar el Edén; solo dar un paseo por cualquier barrio, mirar a ambos lados y entrar donde huela a estofado del bueno. Disfruten, déjense llevar por esa perversión que se llama comer; señoras, olviden la operación bikini; señores, una copa menos. ¡A quien no le gusta este rollito gastronómico!