Abro esta crónica del papeo preguntándoles por esas tascas de cocina exótica que pululan por toda nuestra geografía, por esos jóvenes que quieren ser cocineros sin antes ser freganchines. Por suerte o desgracia, van cogidas de la mano.
Trabajar como mulas no está a la orden del día y aquella servidumbre de dar de comer y de beber a todas horas y todo el día pasó factura a las nuevas generaciones, que no quieren. Las viejas generaciones se dejaron el pellejo para que los más jóvenes tuviéramos estudios y aquí estamos, todos bien repeinados y con carrera, ¡sálvese quien pueda! Disfruten, que nos quedan dos telediarios.
Cualquier inversor que quisiera liarla parda inaugurando un local de alto copete debía fichar a jóvenes guerreros vestidos con sus chaquetillas blancas y gorros almidonados. Se batallaba en los fogones, se creaban recetas, se sabía que todo empezaba en el culo de las cazuelas… Eso se está perdiendo, esa cocina de las abuelas, eso que se conoce como tradición. A pesar de nuestras «universidades» gastronómicas virgueras, el cliché del cocinerito local ni existe ni se le espera. Desapareció para siempre jamás, porque no quiere picar una cebolla ni el Tato. ¡Que la diosa de la fortuna nos ampare!
Hay que reconocerle al chef de siempre su dedicación, esmero, constancia y obstinado empeño por currar y abrirse al mundo, extendiendo sus tentáculos allá donde surge la oportunidad o donde se necesita a alguien con oficio en el fogón y agallas para calzarse el mundo por montera.
Por lo tanto, señores, bienvenidos sean los vaqueros “malotes” y malencarados que permiten que la ruleta de la buena cocina siga girando en nuestro territorio, defendiendo nuestras raíces y nuestro origen. Así que, al llegar al garito de siempre, griten todos: ¡Una de papas arrugadas y mojo!
Alex Marante, cocinero y bloguero.