Una lanza en favor de los restaurantes de toda la vida

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Gofio./ M. Expósito
Gofio./ M. Expósito

Hace unos años, casi en época de estudiantes, cayó en nuestras manos el pequeño manual “El perfeccionista en la cocina”, que ironiza con cuestiones contenidas en cierto tipo de libros huecos, que tanto abundan, y que no conducen más que a la frustración del propio lector. ¿Cómo de grande es una cebolla mediana? ¿Cuánto pesa una cebolla pequeña? ¿Qué significa fuego medio? ¿Cuánto tiempo se han de batir ligeramente un par de huevos? ¿Cuánto cabe en una pizca? Todo son esforzados intentos en la cocina.

Algo de razón llevaba el inmenso Santi Santamaría -que reventaría el sistema desde las puertas del infierno, con ese ejército de cocineros con el mandil atado, caldero en una mano y cucharón en la otra-, cuando decía que el cosmopolita espera encontrar la comida del lugar que visita y así nos va. Vemos las cartas y las pizarras puestas en la entrada de los locales y vemos teriyakis, goyzas y sushis, o esos rollitos de espumas y sifón en mano. Todo viene a cuento para decirles que esto de la cocina, o las recetas o las propuestas gastronómicas que ofertamos van haciendo caer en el olvido nuestra propia identidad. Pero, igual es que somos así, buscamos la originalidad y caemos en el mayor de los pecados, olvidar de dónde venimos. Lo triste es que ya no solo ocurre en estas cartas que les nombramos, sino en cómo catalogamos los locales. Antes era mucho más fácil porque había bar, cafetería, restaurante e, incluso, se mezclaban los tres. En breve y a este ritmo, también perderemos estos calificativos, como quedó la peseta en el recuerdo.

Podríamos establecer una similitud entre los poquísimos chefs que son capaces de dibujar grandes propuestas sobre la vajilla y dejarnos estupefactos, en el buen sentido de la palabra, y los muchos indocumentados que pretenden hacer fuegos de artificio y sorprendernos con los mismos juegos de malabares, queriendo hacer escalera de color en cada jugada. Y no es posible. Martín Berasategui, Adriá, Arzak o Subijana son nombres propios y, por los motivos que sean, no todos llegamos a ese nivel, sentimos decirlo pero es la realidad que muchos no quieren entender y otros muchos en la profesión pillarán la guagua a La Patrona pensando que la Virgen les curará la cojera. El resultado salta a la vista, pues visita tras visita, algunos -por suerte- siguen en ese empeño de ejercer la modernidad no a cualquier precio, sino cocinando delicadamente una extraordinaria cesta de la compra en su minúsculo fogón con resultados sorprendentes: mínimos ingredientes sobre la vajilla y todos bien colocados. Somos partidarios de entender ese lienzo en el que acaba convirtiéndose el plato y, a su vez, entendiendo el sabor que debe tener. Como dice un amigo, «que al poner el plato en la mesa y probarlo sea lo que me imaginé». Por eso, hoy rompemos unas lanzas en favor de esos restaurantes de toda la vida, esos que aún defienden el producto y recetario de la tierra, sea cual sea, pero con un pensamiento muy claro: la constancia y el trabajo de algunas generaciones donde mujeres y hombres siguen la tradición de sus antepasados.

Esperamos que esto haga recapacitar a uno o dos, depende del momento, y a la Virgen vayamos a encenderle unas velas pidiendo cosas normales y no milagros. ¡Larga vida al Rock and Roll!