Siempre he dicho que soy un lector empedernido de este mundillo de la gastronomía, en parte porque me dedico a esto y ya de mocoso, cuando estaba en la escuela de cocina, más me daba por leer. Me saltaba ese paso de las recetas. Me aburre, porque para eso veía cocinar a mi abuela, a mi madre o al del bar de la esquina que hacía unos calamares del copón. ¡Qué quieren que les diga! Las recetas van y vienen, se trastocan, se adaptan y un largo etcétera. Pero hoy no voy a aporrear mi teclado con historias de cocina, ni recetas; hoy me he puesto en modo guerrero, hoy voy a ser abogado del diablo, a buscar respuestas a preguntas no respondidas. Hoy toca un día con juntaletras que no distinguen un melón de una sandía. Lo crean o no, ya saben que me importa un carajo.
Un servidor, al igual que muchísimos de mis compañeros de oficio, se pasó cinco años por una escuela de cocina y hasta me dieron un papelito y un diploma de esos que hasta firmaba el rey o su cuño. Luego, desde el año 1989 (siglo pasado), antes de los móviles para los de la ESO, me metí en faenas por esas cocinas de Dios, al que, por cierto, no vi en ninguna de esas cuevas, igual es que hacía mucho calor. Bueno, al lío, que me pierdo. Pues eso, que igual después de cinco años de estudios, de casi treinta entreteniendo fogones, de haber leído algún libro que otro, como los de “Cocina de Occidente” -el cual recomiendo-, de Álvaro Cunqueiro, o de Cristino Álvarez (Caio Aspicius), periodista gastronómico entre otras cosas -igual los de la ESO no lo conocen, pero muchos de los que van de sumos sacerdotes presumiendo en revistas, blog y yo que sé que más gastronómicos tampoco- igual me dan la oportunidad, que no la razón, de opinar, escribir, juzgar y criticar sobre este oficio nuestro. ¡Créanme no lo hago! Entre otras cosas, porque valoro y respeto esos quehaceres de mis compañeros de oficio.
Pero, voy a lanzar esas cuestiones que decía al principio. A los que se sientan aludidos, me da igual, sinceramente -no me ven, pero me estoy partiendo la caja imaginándome la cara de estos juntaletras cuando vean esto que me ha dado por escribir-.
Evidentemente, no puedo dar nombres; evidentemente, ellos saben a quién va dirigido. Sí, seguro, a esos que van a determinados locales y comen y beben «olvidándose» de abonar la cuenta o piden un sobre bajo mesa, que, por cierto, eso creo que debería constar como publicidad y no como crítica. En mi local no los admito, no sé como se lo montan, o sí, pero no voy a decirlo.
A lío. ¿Con qué criterio y conocimiento de causa se rigen a la hora de juzgar el trabajo de profesionales de la cocina? Es una pregunta que siempre me he hecho, ya que aquí nos conocemos todos y no voy a decir el oficio o profesión de cada uno, pero sí que ni es cocina, ni servicios, ni gastronomía, ni…
Otra pregunta. ¿Cómo si no distinguen sofrito de salteado pueden decir lo que el cocinero quiere trasmitir? Si esto es una cuestión de sabores y cada uno tiene el suyo personal, si van solos o con un acompañante, cómo juzgan un plato que al igual, como dirían los de Twitter, tiene 1.000 likes y este juntaletras dice que no. ¿En qué se basan?
Así podría estar todo un día. Es que leo mucho, pero si solo me responden a esas me doy por satisfecho.
¡Ah! Si un día van por mi casa, no olviden que yo invito si quiero, no por amenazas ni chantajes. Como puse al principio, me importa un carajo.
¡Dios salve a la reina!, feliz verano.