Si pusiéramos hoy sobre el mantel aquellos platos entonces tan avanzados, el espectáculo resultaría patético. ¿Cómo puede ser que aquello que parecía magnífico no haya dejado rastro alguno en nuestro patrimonio gastronómico? ¿Cuántas de aquellas propuestas salvaríamos hoy? Podemos contar cientos de platos innovadores que los cocineros nos sirvieron durante las últimas décadas, pero, salvo contadas excepciones, todos y cada uno de ellos desaparecieron de nuestra memoria como por arte de magia.
Una doble pirueta mortal de la que muy pocos son capaces, pues el circo está repleto de cocineros místicos y sosainas duchos en el arte de la momificación y el birlibirloque. El que se dé por aludido, que se rasque la almorrana, no se enojen (o sí).
Se trata de recordar aquellos tiempos en los que pedías “¡una de ensaladilla con una jarra!” y la idiotez aún no campaba a sus anchas por las barras y los comedores (no quería faltar). Si a un cocinero (me niego a poner chef) de entonces le hubieras hablado de “concepto”, “velo gelatinoso”, “tempura” o “croqueta líquida servida en vaso de chupito” te habría mandado a… Muchos han olvidado el periodo de aprendizaje, con el mandíl anudado al cinto, friendo y guisando (hasta el pincho lo hemos convertido hoy en ejercicio intelectual).
Me siguen molando los restaurantes que tienen una de esas cocinas revestidas por un clasicismo actualizado, auténtica música para los oídos ante tanta tontería reinante, de esos que, como siga el rollito de la «espuma», habrá que incluirlos en la lista esa de animales en peligro de extinción. Puede que simplemente sea que soy de los pocos que recuerda pedir esa de churros de pescado, otra de gambas a la gabardina y una chuleta de ternera en su punto y solo con fritas. Acudan sin miedo a esos locales donde pone bar o restaurante, en monosílabos, donde una carne sabe a carne, un pescado tiene pinta de pescado y a la entrada del local se ve un grifo de cerveza y, si hablas de sifón, es aquel artilugio que apretabas y salía «agua con gas».