Falsedad e hipocresía, todo tiene su fin

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Hemos creado un monstruo. “Si esto es el futuro de la profesión, que paren un segundo para bajarme”, escuchamos decir a un buen restaurador, de esos que trabajan, trabajan y trabajan sin alharacas.

Restaurantes con estrella en los que firmas por contrato confidencialidad (nada de fotos ni de recetas); clientes que si les invitas al vino te ponen crítica positiva (o a la inversa) en TripAdvisor; críticos gastronómicos que se suben al barco de la «mafia»; cocineros profetas, inmersos en el secretismo de sus fórmulas, pendientes de ganar premios, de hacer una cocina sofisticada (tanto, que confunden); proveedores que traspasan la frontera, que se sitúan en el límite del bien y del mal (¿recuerdan la canción?): en vez de una caja de vino sin cargos, te regalo cinco críticas positivas en TripAdvisor. Esto pasó en Italia.

Todo esto está ahí, en la red global. Lean. Hay cocineros europeos que denuncian falsas críticas y que ya han ganado algún juicio. Koldo Royo cerró y dejó su Estrella Michelin y puso un camión de hamburguesas frente a Makro. ¡Olé sus huevos! Ya es nuestro héroe. Una vez le leímos dos frases que igual refuerzan este editorial: «Cuando le hice marmitako al rey, yo era un genio; si no fuera para él, me dirían que hago guiso de papas”. La otra: «Ahora, por vender hamburguesas y perritos soy la vergüenza; si lo hace Adrià es la hostia”.

Tristeza es lo que da ver en lo que se convierte esto de la restauración y de la gastronomía, en general. Todos agachan la cabeza y siguen la estela por miedo al fracaso o, peor, por miedo a una mala crítica -en algunos casos, miedo a perder una estrella Michelin- y acaban pegándose un tiro en la cabeza o saltando de un puente.

La esperanza está en esos “románticos” que siguen defendiendo el compartir recetas y que recuerdan de dónde vienen. Hace ya algunas décadas, los cocineros eran gente uniformada, metidos en una cueva, sudorosos y llenos de grasa. Afortunadamente, todavía hay un grupo de ellos que no cree en un mundo místico, ni en la receta perfecta, ni en premios, ni en críticas (ni positivas ni negativas) sino en la sonrisa del cliente, en las recetas de compartir y en las fiestas de guardar. “Llegará el día en el que se abran las puertas del infierno y saldrán los cocineros cacerola en mano”. ¿Recuerdan por qué se hicieron cocineros? ¿Recuerdan los críticos este mundillo antes de la Michelin?

Evidentemente, esta profesión evoluciona como todo en la vida. Lógicamente, los productos suben y la calidad se paga, pero no con falsedad ni hipocresía, no con chantajes ni amenazas, mucho menos con ese secretismo actual que, curiosamente, es lo que se criticaba cuando aquellos jefes de cocina hacían las salsas a escondidas. ¿Lo han olvidado?

Cuando la profesión de cocinero vuelva a ser lo que era -tarde o temprano dejará de ser un circo mediático-, veremos cuántos se tiraran de los pelos por no haber aprovechado mejor este tirón.

Señores, son cocineros, no Panoramix creando aquella fórmula en la que se metió Obélix para que los galos fueran invencibles y no los conquistaran los romanos.

No entrar en chantajes ni juegos mediáticos, seguir en la línea de valores como el respeto y la humildad son cuestiones básicas. Gustándonos mucho la labor de Joan Roca, la puesta en marcha de Mario Sandoval, el empuje de Martín Berasategui, la claridad de Jamie Oliver y de tantos y tantos, lo que no nos gusta es en lo que se está convirtiendo la profesión de cocinero.