Saber quiénes somos y de dónde venimos sigue siendo uno de los grandes misterios. La historia real de la cocina o, mejor dicho, de los cocineros, no es esto que nos muestran ahora. Estrellas, alfombras rojas, guías, urinarios de oro o candelabros de plata. Sí, esto que se ve ahora “es para mear y no echar gota” -disculpen la cita y este vocabulario, les prometo que mis padres me educaron bien y les garantizo que no escribo ni un tercio de los que pienso.
Hoy en día en este país de rosa solo vende Master Chef. Cocineros compitiendo sin gorros y con otros cocineros con poderes divinos (mi abogada dice que pueden demandarme, ¡vaya!) decidiendo quien es apto o no. Yo no pasaba ni las pruebas de acceso, esa que consiste en rellenar el formulario, igual hasta me hacían repetir el examen por olvidarme de ingredientes, ya saben, como cocino por impulsos, al momento y si no tengo de esto pongo de lo otro, lo más probable es que me crucificaran por hereje.
Luego están algunos críticos que tienen por ética el «invítame y escribo lindo», otros -esta es mejor- entienden que una reducción es la diferencia de medirse con o sin zapatos. Que conste que nosotros tampoco somos santos.
Hay mucho más, pero esto es lo que está de moda. Hoy dejé descansar a mis coleguitas de la aldea gala, pero de ahí vienen los restaurantes, de ahí lo que serían los cocineros profesionales que las estrellas que veían eran a través de los barrotes de las celdas esperando ser ajusticiados. Sí, lo crean o no, eran detenidos y matados por librepensadores. El premio que les daban era, con suerte, dejarles cocinar. Todo lo hacían por satisfacer a un comensal. Esos guerreros consiguieron que unos siglos después, se nos respete y nosotros lo agradecemos poniendo medallas al pecho, como si hubiéramos ido al Vietnam a dar la vida por el país.